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Las Bibliófilas

Las Bibliófilas | Ver Otras Historias 

(Seudónimo: gigamesh)

Las bibliófilas, como yo las bauticé por antonomasia, eran tres hermanas: Lucrecia, que con dieciocho años era la mayor; le seguía Dalina, la quinceañera; y por último, Elina, de diez años. Todas eran voraces amantes de la lectura.

Las vi por primera vez en la biblioteca del barrio, que no era otra cosa que un viejo ómnibus improvisado. Doy fe que se pasaban todo el día allí, de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde. Bueno, con la excepción de un corte para almorzar al mediodía. Un día averigüé que vivían muy cerca y regresaban a la biblioteca sin siquiera haber terminado sus platos. Es que la voracidad de las jóvenes no era natural si no se trataba del lenguaje y el papel.

Desde mi puesto de trabajo yo era feliz contemplando cómo se divertía la menor y cómo las otras dos intercambiaban miradas cómplices, entre comentarios y opiniones. ¡Quién sabe en qué historias estarían metidas! Me daba un poco de vergüenza encariñarme con ellas y quizás acercarme y preguntar si precisaban algo. Además, de hacerlo, ellas me buscarían, ¿no? Quizás la menor no me ignorase, pero las otras… Qué le va a hacer. Les tenía cariño.  

Los domingos y feriados las echaba de menos. A veces, en casa, me las imaginaba como las hijas que nunca tuve. Serían hermosas y perfectas; podrían prescindir del televisor, la computadora y el teléfono celular. No se pondrían quisquillosas por todo eso, y serían obedientes y respetuosas, al contrario de las demás adolescentes. Siempre ocupando su tiempo leyendo y leyendo; pero nada de libros digitales o Internet. ¡Ni soñar!

Sabía que era demasiado bueno para ser real. Aunque ellas parecían diferentes, ¿por qué insisto con lo mismo día tras día? Cuando yo era joven sentía el mismo amor que ellas por los libros de cuentos y novelas. Será un poderoso sentimiento de identificación, no lo sé. Es como si alguna de las tres pudiese bien ser mi avatar en uno de esos mundos de ficción al que trato de regresar después de tantos años.

¿Qué culpa tengo yo de ser así? Si debo culpar a alguien es a quienes me alejaron de la literatura y de toda esa magia que me gustaba tanto y me hicieron madurar de apuro. Las vicisitudes de la vida. Créanme que hasta el día de hoy guardo un poquito de rencor, pero lo pasado pisado, como dicen. Soy una persona hecha y derecha, decente y trabajadora. Por supuesto que no me arrepiento de haber estudiado bibliotecología, y tampoco de haber conseguido este trabajo y formar parte de un proyecto tan satisfactorio y de tanto provecho para la comunidad. No será un gran sueldo, pero me encanta ayudar a las personas a encontrar algo que leer.

Durante el verano, la biblioteca permanece cerrada en enero. Por supuesto que extraño mucho a mis bibliófilas queridas cuando estoy de licencia. Me gustaría saber que ellas me extrañan y que me recuerdan cuando leen los libros que se llevaron para pasar sus vacaciones. Sus padres vinieron un par de veces para conocer el lugar donde ellas pasan tanto tiempo ensimismadas. Nos presentaron y me parecieron de lo más simpáticos. Recuerdo que dijeron que vendrían a leer en cuanto pudiesen. Si todos los padres cumplieran lo que dicen…

A la biblioteca no solamente vienen niños y jóvenes, también tenemos lectores de nuestra misma edad o mayores. Por ejemplo, hay un señor de noventa y dos años que viene bastante seguido y no precisa lentes. Lee novelas policiales y en ocasiones me da charla; un día me comentó sobre ciertas niñas y su encuentro sagrado con la lectura. No eran celos lo que experimenté, pero desvié la conversación cuando me preguntó cómo hacían para faltar a la escuela y el liceo. Vaya uno a saber. Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar en ese detalle. Me vinieron a la mente imágenes de maestros domiciliarios y una sarta de ideas incoherentes y retrógradas que descarté de inmediato.

Hacía pocos meses que Dalina había cumplido quince años, y me dolió cuando me enteré que no me había invitado a la gran fiesta. Bueno, era de esperarse que muchos de los adultos no seamos bienvenidos, pero no pude evitar sentir que me traicionaban. Recuerdo haber atisbado por la ventana y haber visto como entregaba una invitación a otro funcionario que resultó ser conocido de la familia. Después de haber compartido pocos pero buenos momentos parece injusto, aunque no sea familiar.

Con Lucrecia no hubiese tenido la misma oportunidad; ella siempre fue más discreta. En las últimas semanas ya no vino tan seguido. ¿Estará decidiendo sobre su futuro laboral, su educación o se tratará de su salud? Pronto no seré más que un rostro olvidado para ella.

Está por verse si la precoz Elina me abriga un lugar en su corazón. Todavía hay tiempo; dos o tres años más de bibliofilia y después si te he visto no me acuerdo.

Y de mí puedo decir que no estoy ansiosa por jubilarme.

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