Esta es una entrada escrita por Gustavo Toledo. La entrada original se encuentra aquí.
Miércoles 7 de julio. Pese a los miles de dedos cruzados, a las cábalas de rigor y a los amuletos heredados generación tras generación, perdimos frente a Holanda un partido decisivo que nos depositaría en la final del mundo luego de 60 años de rezago futbolístico. Sin embargo, para mi sorpresa, sólo los talibanes del periodismo deportivo y un puñado de inconformistas patológicos vieron ese 3 a 2 como una derrota. El resto sentimos una rara mezcla de orgullo y satisfacción por lo realizado hasta este momento (aún falta el partido por el tercer puesto). Por primera vez en mucho tiempo valoramos el proceso antes que el resultado, pero sobre todo el hecho de volver a ser un EQUIPO… ¡y no un simple rejunte de individualidades! Desde mi modesto punto de vista, ahí está no sólo la clave de la enorme y genuina adhesión popular concitada por la celeste a lo largo de este campeonato sino también el secreto de su éxito.
Para entender este fenómeno recomiendo leer el libro del Ing. Enrique Baliño y el periodista Carlos Pacheco: “No + pálidas. Cuatro actitudes para el éxito”. ¿Por qué? Porque el fenómeno al que me refiero no es futbolístico sino actitudinal y tiene mucho más que ver con el cambio de mentalidad operado en nuestra selección que con la destreza de sus jugadores.Como dice un amigo mío, “el futbol no se juega con los pies sino con la cabeza”. Y esta selección -¿qué duda cabe?- jugó con una cabeza muy distinta a la de otros seleccionados.
Si recorremos las poco más de ciento cincuenta páginas que componen el libro al que hago referencia, encontraremos que los autores parten de una premisa revulsiva para la idiosincrasia nacional: “el éxito es un viaje, no un destino”, y, a partir de ella, definen la existencia de cuatro actitudes que “separan a las personas y organizaciones que tienen éxito a lo largo del tiempo de las que se estancan y se derrumban”.
¿Cuáles son ellas? 1) Actitud positiva; 2) Actitud de equipo; 3) Actitud de mejora continua; y 4) Actitud de responsabilidad.
Quienes hayan seguido este mundial (aunque más no sea en forma salteada y no muy ortodoxa como es mi caso), coincidirán conmigo en cuanto a que estos cuatro factores estuvieron presentes en Sudáfrica y que fueron decisivos para que hoy estemos hablando de nuestra selección en los términos que lo venimos haciendo.
Veamos: 1) A diferencia de otros tiempos, nuestra selección jugó con mentalidad positiva desde el inicio del campeonato hasta el final del mismo. No se amilanó ante ninguno de sus rivales, ni hizo caso al coro de “NO-SE-PUEDE” (bastante parecido al de las vuvuzelas) que suele contaminar el ambiente en este tipo de eventos; 2) Como mencioné anteriormente, tuvimos un equipo compacto, con un sentido de la unidad y de la camaradería pocas veces visto, en el que los “cracks” resignaron su lucimiento personal en pro del sano y eficaz funcionamiento del grupo; 3) De la mano de un cuerpo técnico humilde, mesurado y sumamente inteligente en el que se puso de manifiesto el magisterio (léase liderazgo) de Óscar W. Tabárez, este colectivo fue de menos a más, potenció sus virtudes y procuró minimizar sus defectos al máximo (el equipo que llegó a semifinales lo hizo con la sabiduría de los grandes, aprendiendo de sus aciertos, pero sobre todo de sus errores); y 4) Desde el cocinero de la selección hasta la “mega estrella” de Forlán, todos y cada uno de los componentes de este verdadero colectivo humano fueron conscientes de su responsabilidad individual y colectiva; cada uno de ellos demostró tener claro que era un engranaje más o menos importante pero igualmente necesario para que la “máquina” funcionara bien. Y así lo hicieron.
Asimismo, vale decir que entre las muchas vacunas que tuvieron que darse antes de partir a África, se inyectaron la más importante de todas: la vacuna contra la mala onda y las pálidas de propios y extraños. Es decir, dejaron de lado esa folclórica tendencia oriental “a hablar siempre de lo que está mal, a encontrarle un problema a cada idea o solución, al deporte de quejarse de todo y todo el tiempo”. Y eso se notó, dentro y fuera de la cancha. (¿Quizás leyeron el libro de Baliño y Pacheco antes que el resto?… ¿Vaya uno a saber?)
Ahora bien, si me permiten la blasfemia: el logro más importante de este equipo no es haberse metido entre las cuatro mejores del mundo sino algo mucho más sutil y significativo. Aún sin haber ganado el campeonato mundial, esta selección enterró el síndrome de Maracaná (¡somos campeones del mundo o no somos nada!), cuya responsabilidad de ninguna manera podemos achacar a Obdulio, Ghiggia, Schiaffino, Máspoli y compañía. El síndrome de Maracaná es producto de las generaciones posteriores que idealizaron ese logro, de una sociedad que se volvió extremadamente chúcara y conservadora, al punto de asumir como slogan aquello de que “Como Uruguay no hay”. Aquella sociedad -“maracanizada”- se enamoró de la imagen que le devolvía el espejo retrovisor y decidió encerrarse en el círculo vicioso de la resignación. Así, el síndrome de Maracaná trascendió a lo futbolístico, nos ganó el alma y nos estancó en la dimensión inerte de la nostalgia, viendo permanentemente hacia atrás, a la espera de que el pasado volviera algún día a poblar nuestro presente.
Si el futbol es un espejo de nuestra sociedad, como señalan muchos estudiosos de este fenómeno, debemos decir que hubo un tiempo –ya lejano- en el que los uruguayos fuimos exitosos en ambas dimensiones. Un tiempo de cambio, progreso, osadía y creatividad, en el que fuimos grandes porque teníamos la mirada puesta en el futuro y confiábamos en el fruto de nuestras propias fuerzas.
Me refiero al tiempo de la llamada “Modernización”, a aquel período de transformación y adecuación de nuestros esquemas económicos, políticos y culturales a los parámetros del “mundo exterior”, que los historiadores suelen ubicar entre 1860 y 1929; es decir, entre la llamada “Revolución del Lanar” y el colapso financiero del 29, que coincidió, simbólicamente, con la muerte de Don José Batlle y Ordoñez acaecida en octubre de ese mismo año. O, si ustedes quieren, para seguir con la terminología futbolística, desde que los gringos introdujeron el futbol a nuestras tierras hasta el triunfo mundialista del 30.
Durante ese periodo, el Uruguay dejó de ser una tribu anárquica y primitiva en la que nos matábamos religiosamente los unos a los otros, para convertirnos en una sociedad civilizada y pujante, en un “pequeño país modelo” al decir de los orgullosos uruguayos de aquella época y de los extranjeros que se asomaban a este rinconcito del planeta. ¿Casualidad? ¿Producto de la coyuntura internacional? Sí y no. Sin duda influyó el contexto (cada uno es uno y su circunstancia, ¿no?), pero no como suele creerse. La causa que explica aquel “milagro” radica en el desempeño de los miles y miles de inmigrantes que, con una mano atrás y otra adelante, vinieron a “hacer la América”. Fueron ellos, nuestros olvidados abuelos y bisabuelos quienes nos hicieron grandes de la forma más digna que podían hacerlo: laburando, creyendo que su futuro (y especialmente el de sus hijos) podía ser mejor que el presente que les tocaba vivir, dejando el alma en la cancha para que eso fuera posible, trabajando en equipo cada vez que hizo falta, aprendiendo nuevos oficios o perfeccionándose en aquellos que traían de su tierra natal y asumiendo la enorme responsabilidad de sacar adelante no sólo a sus familias sino también a este paisito todavía en ciernes. Aquellos tanos y gallegos no se dejaron ganar por las pálidas, ¡y vaya si tendrían motivo para hacerlo! Se trazaron objetivos y concentraron todas sus fuerzas en esa dirección. Mal no les fue, por cierto.
Al mismo tiempo, esos tanos y gallegos hicieron girar la “globa” en el campito de la esquina y trasmitieron a sus hijos no sólo el amor al futbol sino también a transpirar la camiseta, a aplicar, dentro y fuera de la cancha, las mismas cuatro actitudes de las que habla Baliño en su libro: positividad, trabajo en equipo, mejora continua y sentido de la responsabilidad.
Si nuestros mayores pudieron hacerlo, ¿por qué nosotros no? El material genético es el mismo, lo que nos falta es cambiar de actitud. De cabeza, si ustedes quieren. El maestro Tabárez y sus muchachos nos acaban de mostrar el camino. Si alguien tiene alguna duda, que lea el libro de Baliño. Y si no la tiene, hágalo igual. Yo sé por qué se los digo.
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